La escriba by Antonio Garrido

La escriba by Antonio Garrido

autor:Antonio Garrido
La lengua: spa
Format: epub, mobi
ISBN: 978-84-666-3772-5
editor: www.papyrefb2.net
publicado: 2008-10-01T04:00:00+00:00


Capítulo 18

Theresa nunca habría imaginado que la presencia de un monarca ocasionara tanto revuelo. Aquella misma noche hubo de abandonar las caballerizas porque los clérigos las emplearon para alojar a la servidumbre. Ella se trasladó a la estancia que ocupaba Favila en los almacenes del palacio. Sin embargo, al poco de acostarse, los guisanderos reales invadieron las cocinas llenándolas de ánades, faisanes y patos enjaulados que graznaron como demonios durante el resto de la noche.

A la mañana siguiente, el cabildo despertó hecho un auténtico hervidero. Los clérigos corrían de un lado para otro cargados de plantas con las que adornar la catedral para los santos oficios, en las cocinas bullían las fuentes con asados, verduras y dulces primorosamente elaborados, las domésticas limpiaban hasta el último rincón y los acólitos de Lotario se afanaban en ubicar las pertenencias del obispo en una habitación contigua, ya que la suya sería ocupada por Carlomagno.

De nada le sirvió a Theresa alegar ante Favila que sólo recibiría órdenes de Alcuino. La cocinera hizo oídos sordos y de un empellón la envió con las demás sirvientas a ayudar al refectorio. Cuando Theresa entró en el comedor lo encontró engalanado con tapices religiosos en los que el púrpura y el azul prevalecían sobre el resto. La mesa central había sido sustituida por tres tableros largos instalados sobre caballetes en forma de U, alineados con las tres paredes opuestas a la entrada. Theresa depositó una hilera de manzanas verdes sobre los vistosos manteles de lino, adornados previamente con centros de ciclámenes, macasares y violetas, las flores de invierno que se cultivaban en el huerto. Varias filas de taburetes flanqueaban ambos lados de las mesas, a excepción de la zona central, despejada para albergar el trono y los sillones en los que se acomodarían el rey y sus favoritos.

Los cocineros habían preparado un festín para una legión de hambrientos, en el que no faltaban capones y patos aún emplumados, huevos de faisán revueltos, carne de buey braseada, paletillas de cordero, costillas y filetes de cerdo, riñonadas, asaduras, acompañamientos de coles, nabos y rábanos aliñados con ajo y pimiento, alcachofas guisadas, toda clase de longanizas y embutidos, ensalada de legumbres, asados de conejo, codornices escabechadas, tortas de hojaldre y una miríada de postres elaborados con miel y harina de centeno.

De regreso a la cocina, Theresa escuchó cómo el jefe de los cocineros preguntaba a Favila si disponía de garum y ésta negaba con la cabeza. Por lo visto, al monarca le encantaba el condimento, pero la expedición lo había olvidado en Aquis-Granum.

—¿Y por qué no lo elaboran de nuevo? —sugirió Theresa.

El jefe de los cocineros les comentó que la única persona que sabía hacerlo no había viajado con la expedición. Theresa recordó que durante su estancia en las cuevas, la mujer de Althar le había enseñado a elaborarlo y se ofreció para ello.

—Si me lo autoriza, claro.

Antes de que el hombre pudiera rechistar, Theresa corrió a la despensa y regresó cargada con los ingredientes necesarios. Dejó el aceite, la sal



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